¿VAMOS A LOS HIPPIES?
— 23 septiembre, 2009 0 16Buenos Aires Sos.- Julio 2009.- (Por Alfonsina Pedranti).- Los fines de semana y los días feriados, siete espacios verdes de la Ciudad de Buenos Aires amanecen de todos colores. En la semana, cientos de hombre y mujeres han estado trabajando el cuero, la cerámica, la madera y el metal en sus talleres para poder sorprender a los visitantes. Esmaltes, óleos, pigmentos, esencias y tinturas se asientan cada vez, de manera única, en cada feria artesanal
Sin embargo, en los últimos años, el número de artesanos que integra el sistema de ferias se ha reducido a la mitad: de los 1200 cupos que establece la ley, sólo 650 están ocupados. Las sucesivas administraciones locales han debilitado al sistema de ferias, pasando por encima de la ordenanza que regula una actividad que no sólo significa una forma de sustento para algunas personas, sino además, una elección de vida que tiene ya muchos años y es expresión viva de buena parte de la cultura latinoamericana.
A fines de 1970, en el corazón de uno de los barrios mejor acomodados de Buenos Aires, cientos de jóvenes culpables de haberse dejado el pelo largo se empezaron a instalar en la plaza Intendente Alvear -conocida como «Francia»- para vender el trabajo que hacían con sus manos. Pronto se contarían de a miles. Algunos eran hippies, otros no tanto. «O capaz nací hippie y no me di cuenta», reconoce Marta Lubovitsky con una voz gastada que ha resistido ya 37 inviernos en una plaza. Porque si bien el clima de Buenos Aires es en general «benigno», al decir de los manuales de escuela, la humedad del frío de los meses de junio y julio cala los huesos hasta del más prevenido.
Marta es una de las pocas artesanas que supera los 30 años viviendo de sus ventas en una plaza de Buenos Aires. «Yo casi nací artesana», afirma la mujer de 77 años. Marta se formó en una escuela de cerámica en Hurlingham y aprovechó unos viajes que hizo a Londres para especializarse en la materia. Empezó a trabajar en la plaza Intendente Alvear haciendo cadenitas con vidrios engarzados en alpaca y bronce. «Para mi esto es un paseo de dinosaurios, de cultura», insiste Susana Funes desde el puesto de al lado con una voz apenas menos gastada que la de Marta. «Una señora que está haciendo cobre esmaltado hace 35 años», se sorprende describiéndose Susana, mientras recuerda algunos golpes que dolieron tanto más que el frío de la tarde porteña.
La dictadura que empezó en 1976 significó el cierre de las tres ferias artesanales que funcionaban entonces en las plazas Intendente Alvear, San Martín y Manuel Belgrano. También significó la desaparición de algunos artesanos. Para Susana, eran días de zapatillas calzar. «Me dice mi vieja ‘¿qué haces con las Boyero puestas hoy?’. Para rajar, vieja». El fin de semana anterior, una decena de uniformados había arrasado con todo lo que tenían en la mesa. Con una mano dirigían sus motos, con la otra se servían de las ametralladoras para tirar la mercadería al piso. Durante los nueve años que duró el horror, Marta y Susana continuaron trabajando a la sombra: primero frente al cementerio de la Recoleta, donde hoy se emplaza un imperio cinematográfico; después, en Plaza Italia. «Éramos cuarenta ahí, me acuerdo que yo tenía el número 38», le dice Marta a Susana en un esfuerzo por reconstruir la historia de ambas. «Para mi que nos mandaron ahí para decantar».
Bajo el gobierno de facto, el espacio público se cuidó celosamente. Como era de esperarse, el control sobre las ferias artesanales se volvió un objetivo explícito. Por decreto, las ferias pasaron a considerarse de «interés turístico». Su existencia debía fundamentarse en «un fin práctico y útil». Según determinaron quienes detentaban el poder, no se podía dejar de controlar algo tan problemático como la artesanía. En la década del ’70, las ferias eran el centro de una movida cultural que integraba no sólo a miles de artesanos, sino también a músicos, artistas plásticos, actores y visitantes de todas las edades y nacionalidades.
En 1984, ya en democracia, los artesanos de Buenos Aires se volvieron a contar de a miles. Tras una fiscalización que estuvo a cargo de la administración local de turno, volvieron a tener una autorización para exponer su trabajo en el espacio público. «Yo entro en el ’84 con mi pareja, haciendo metal y madera». Hace 25 años que Lali Bruzzone arma ritualmente la estructura sobre la que monta las piezas que esculpió, talló y grabó en su taller. Para ella -y para todos los que sufrieron los años de plomo- volver a ver vida en las calles de Buenos Aires fue una verdadera conquista. «Había gente por todos lados. Yo no lo podía creer, estábamos con nuestros hijos, ahí afuera».
Desde entonces, la feria de plaza Italia siguió funcionando y se recuperaron las plazas Intendente Alvear y Belgrano. Sobre el frondoso y mágico parque Lezama de San Telmo, se abrió la que sería la más numerosa de las ferias, que en algún momento llegó a albergar a 270 puestos artesanales. El gran parque Centenario también alcanzó a contar un número similar. Pero incluso en lugares más pequeños y sitiados por el cemento de la ciudad, estos hacedores de cultura supieron acomodarse y compartir su saber: entre las Universidades de Medicina y Economía, en plaza Houssay y sobre Vuelta de Rocha -donde establecieron dos turnos para exhibir sus creaciones; una feria, los jueves y viernes; y otra, los sábados y domingos. Sin embargo, en los papeles, seguía en pie el decreto de 1976 que confinaba a la artesanía a una función meramente turística.
En los ’90, la historia de la Argentina fue eminentemente neoliberal, y así también, el tinte de las políticas que puso en práctica el gobierno de Buenos Aires. La administración de Carlos Grosso hizo que las ferias artesanales dependieran de la Dirección de Empleo. Al frente del organismo estaba el actual Secretario de Comercio de la Nación, Guillermo Moreno, quien ya perpetraba sus formas patoteriles de gestión con quienes fueron los primeros delegados del sector, que empezaba a organizarse.
Desde el gobierno se intentó llevar adelante un proyecto que convertía a los artesanos en micro emprendedores. «Nos ofrecían unos créditos. Pero para poder recibirlos, teníamos que tomar gente. Realmente no me interesó esa pérdida de libertad». Desde los 23 años, Claudio Werner recrea calles, bares y personajes porteños en moldes de cerámica; hoy, tiene 48. «Decían que uno tenía que tener un taller y empleados. Eso ya es una fábrica, un comercio», se horroriza Marta. «Esto es individual, a lo sumo trabajamos de a dos», reacciona Lali cuando revive la historia que proyectan sus palabras. Pero igual que Lali reaccionaron aquellos que habían elegido a la artesanía como forma de vida, como modo de entender el mundo.
Ante la propuesta oficial, las mismas manos que todavía hoy transforman el cuero, la cerámica, el metal y el vidrio redactaron la regulación que fija el sistema de ferias de la Ciudad tal como existe hoy, compuesto por los siete emplazamientos que habían vuelto a la vida en 1984. En 1993, la presión de las movilizaciones a las que convocaban los artesanos despertó al proyecto que llevaba un año durmiendo en el cajón del intendente que recibió el poder tras la renuncia de Grosso, Saúl Bouer, quien se vio en la obligación de firmarlo.
La ordenanza 46075/92 puso fin al decreto de 1976: las ferias artesanales fueron declaradas de interés municipal y la actividad pudo reivindicar formalmente su contenido cultural. Además, estableció un co-gobierno de artesanos y funcionarios para la administración del sistema, ya que reconoce la representatividad del sector a través de un cuerpo de delegados responsable de coordinar con la autoridad de aplicación políticas culturales que promuevan la actividad artesanal. El caso es que nunca ha existido una política cultural con respecto a la artesanía. Y la última gestión ha asestado el golpe mayor.
Temario: el color de los faldones
Un conocedor de las sociedades más disímiles como es el antropólogo Claude Levi Strauss no dudó en afirmar que «el trabajo manual, menos alejado de lo que parece
del pensador y del científico, constituye asimismo un aspecto del inmenso esfuerzo desplegado por la humanidad para entender el mundo». Así, la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, de 1996, impulsa la formación artística y artesanal bajo el capítulo sexto, que se titula «Cultura». Sin embargo, quienes han estado a cargo de la política cultural desde entonces se han empeñado en ningunear el fenómeno, fundamentalmente, al avalar la creación de ferias paralelas de compra-venta -sin un marco legal claro- que ahogan a las artesanales.
Cuando asumió Mauricio Macri en 2007 trasladó las ferias artesanales de la órbita del Ministerio de Cultura al Ministerio de Ambiente y Espacio Público. «En la Ciudad de Buenos Aires tenemos una ley modelo que protege a la artesanía», aseguró la licenciada que atendió el teléfono de la Dirección General de Ferias y Mercados –y se ocupó de dejar en claro su estudio de grado. La ley es una regulación modelo, de eso no hay dudas. Pero la administración en curso no respeta lo que aquella estipula. Lo que primero hace es equiparar la actividad artesanal a cualquier otro tipo de venta en la calle. Detrás de los platos que esmaltó a mano alzada, Susana reflexiona: «¿Cómo nos ponen en Ferias y Mercados? No vendemos zapallos nosotros. Ya quisieran que esto fuera un negocio. Pero no lo es». En el año y medio que lleva de gobierno esta gestión, la propuesta más seria para el sistema de ferias fue la de igualar el color de los faldones.
Hoy por hoy, la única feria que conserva la totalidad de los puestos ocupados es la plaza Intendente Alvear, considerada dentro del sistema como la meca de la artesanía. Hace más de tres meses las topadoras del gobierno de la Ciudad constituyen el espectáculo central de la plaza. La obra principal es el ensanchamiento de las veredas, la construcción de un anfiteatro mínimo y el emplazamiento de tachos y bancos de dos metros de ancho. Desde ya que las remodelaciones están impidiendo el encuentro que cada fin de semana convocaba a una multitud de artistas callejeros: mimos, payasos, actores, cantantes, titiriteros y artesanos. Por otro lado, el espacio que históricamente ocupó la feria se va a ver reducido. La impresión que da es que, o bien no va a caber la misma cantidad de puestos, o bien la idea es generar un desorden tal que después «sea necesario un reordenamiento del espacio». Total, el Ministerio de Cultura ya se desentendió del asunto.
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