UNA MENTIRA Y NINGUNA FLOR
— 5 julio, 2010 0 8Buenos Aires Sos.- 5 de julio de 2010.- (Por Rubén Derlis).- La historia no miente, los que pretenden mentirle son los hombres; lo han hecho lo seguirán haciendo tantas veces como necesidad tengan de ello sus intereses, vicios o comodidad. Pero resulta grave, además de paradójico, que al pretender respuesta cierta sobre cualquier tópico histórico, la acusen de faltar a la verdad no bien vislumbren un engaño, cuando en realidad los falaces han sido ellos.
La historia grande, la llamada universal, está repleta de estas falsedades; muchas de ellas fueron moldeando su anomalía a través de los siglos, tiempo más que suficiente para posibilitarles un extremo pulido y el alhajarse de chafalonía en constantes y renovadas repeticiones, hasta hacer brillar con luz propia su esplendor fraudulento.
Esta historia es la suma de historias pequeñas, que al falsearse también ellas, a veces sin ton ni son, por simple desconocimiento o laxo lasser faire, «entran» en algún momento a la historia mayor sin ningún tipo de constatación, valièndose para ello sólo del escaso mérito que puede otorgar la transmisión oral. Esta acaso-verdad o mentira a medias se transmuta en mentira verdadera que termina por ser aceptada como cierta. En esta aceptación pasiva -sin indagación- se pierde la esencia de la verdad histórica. Volver a restaurarla es una ardua tarea, a veces inútil, por aquello de que lo ya establecido por el tiempo y aceptado por todos debe tenerse como es verdadero. Pero no es así. Y menos si se trata de la historia.
No somos especialistas en antigüedad clásica, ni nos hemos deslumbrado con las capitulares miniadas frente a un códice medieval, ni llenamos nuestras yemas del sutil polvillo del pasado hojeando amarillentos infolios; somos, apenas, ávidos lectores de toda escritura que nos habla de la ciudad; atentos escuchas de cuantos versados y entendidos relatan acerca de nuestras calles; observadores deslumbrados a la par que agradecidos ante nuevos descubrimientos. Lo que sí creemos no ser, es giles de cuarta a los que así como así se nos puede apurar con el cuento del pequeño hijito del transplante hepático, cuando quien nos lo cuenta posee una roja nariz que refirma su filiación etílica. Por eso preferimos tener menor caudal histórico, pero fidedigno, que una voluminosa ahistoria apócrifa.
Hace un tiempo (me estoy refiriendo a cierto día del mes de agosto de 2005) viendo un programa por televisión por cable -pudo haber sido «Ciudad natal», o acaso otro de muy parecido perfil- se habló de Fernández Moreno, de su copiosa e interesante obra poética, apenas si conocida por los nuevos lectores de poesía. «Parece ser -dijo más o menos uno de los entrevistados- que para muchos, toda su poesía se resume en los catorce versos de los setenta balcones, y no es así». Desde ya apopyamos esta tesis, dicho sea de paso; pero no es la intención ahora referirnos al estro de este poeta y amante de Buenos Aires que supo cantarle con voz inconfundible, sino a cierto aspecto puntual que se dio durante la entrevista.
Volviendo una y otra vez sobre el famoso soneto -clásico de nuestra poesía- se dieron precisiones con respecto al edificio, hace mucho desaparecido, que motivó la perfección de esos catorce versos perfectamente escandido. En su trabajo de investigación acerca del primitivo Parque Japonés, Otto Carlos Miller cuenta que el día de la ceremonia de entrega del Gran Premio de Honor de la SADE a Fernández Moreno, éste aclaró, en cierta parte de su discurso de agradecimiento y cuando hubo de referirse al soneto en cuestión: «Setenta balcones, ni uno más ni uno menos. Los de una casa nueva en Paseo de Julio, altura del primitivo Parque Japonés, contados una noche esfumosa, en compañía de Pedro Herreros, desde un banco de piedra…» Palabras que fueron confirmadas posteriormente por su hijo César -ya fallecido- en su «Introducción a Fernández Moreno», según relata Miller en su trabajo ya citado. Lo citado del propio poeta no deja filtrar el menor resquicio para que se cuele la más ínfima duda. Pero luego el tiempo mezcló sus trebejos, y aquellos que en 1917 acaso hayan sabido por boca del autor que los «Setenta balcones y ninguna flor» había sido inspirado por ese edificio, dejaron diluir en su memoria el hecho cierto.
Cada tanto aparecía un caminador de Buenos Aires, un historiador del sentimiento porteño, y reflotaba en un artículo tanto el poema como su motivo inspirador; pero esto también fue olvidado. Vaya a saber por qué vía y en qué momento el imaginario popular había comenzado a situar como centro de inspiración el edificio de la esquina de Corrientes y Pueyrredón. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Tal vez alguien notó que había allí muchos balcones y que ninguno lucía ni una maceta con un miserable yuyito. Ese alguien pudo entonces darle forma a la mistificación que luego muchos se encargarían de vestir con los harapos de la mentira. Por empinada pedantería o por supina ignorancia mataba a la verdad para corporizar una mentira. Pero la primera no es umbral para acceder a lo cierto, y la ignorantia non est argumentum, como sostiene Spinoza. Constatar, luego afirmar; si no hay pruebas, callar, pues si la historia no es fidedigna, es ficción, y entonces ya estamos hablando de otra cosa.
Y aquí aparece lo insólito, lo no creíble, cuando ya se ha establecido con total certeza cuál era el edificio -y la palabra del hacedor del poema es prueba irrefutable como para dudar de ella-, en un momento de la charla televisiva se le pregunta a Manrique Fernández Moreno (su otro hijo) qué opinión le merecía que la gente igualmente creyera que la esquina de Corrientes y Pueyrredón era el lugar donde su padre se inspiró para su poema, contesta con el mayor desparpajo y aun poniendo énfasis en sus palabras: «Si la gente dice que es ése, entonces ése debe ser». Palabras más, palabras menos, es el núcleo del pensamiento definitivo puesto sobre la mesa por Manrique -también poeta él, como su padre y su hermano, aunque no del calibre de ambos- en esa entrevista. Como es fácil de ver, se ha privilegiado la mistificación echada a correr de boca en boca porque la gente así lo dice, sobre la irrefutable verdad histórica.
No hay razón para abundar más acerca de este tema; sería fatigar al lector. Lo único que se me ocurre es que respuestas de tal magnitud deberían considerarse como un atentado al patrimonio cultural de la ciudad.
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