Otra vez expulsados de la historia
— 12 mayo, 2017 0 4
Mujeres y pueblos originarios
La Legislatura porteña acaba de aprobar la remoción de la estatua de Juana Azurduy de su privilegiado lugar frente a la Casa Rosada. No es ese un hecho banal, como tampoco lo fue durante el gobierno Kirchner la sustitución del avanzado de la cruenta invasión europea a América, Cristóbal Colón, por la valiente revolucionaria popular que tanto aportó al nacimiento de nuestra patria.
Nuestra historia oficial se empeña en asignar a las mujeres papeles subalternos en tiempos independentistas: esperar resignadamente a sus esposos próceres, bordar banderas, donar joyas, prestar su piano para la ejecución de alguna canción patria. La historia de Juana, en cambio, es emblemática del papel heroico que muchas mujeres desempeñaron durante la epopeya de nuestra independencia y que se impone exaltar en la historiografía vernácula.
En cuanto a los pueblos originarios, a los que Juana pertenecía, son poco más que partiquinos devaluados para la historia liberal, negándoseles la capital importancia que tuvieron, por ejemplo, como antecedentes de la revolución de Mayo en las revueltas indígenas contra la conquista y la colonia conducidos por grandes jefes como Juan Viltipoco y Juan Calchaquí. Es el revisionismo histórico el que ha reivindicado a personajes como Andrecito, cacique guaraní a las órdenes de José Gervasio de Artigas, quien defendió heroicamente nuestros límites contra la invasión luso brasilera de 1816 a la Banda Oriental.
Con su esposo Manuel Ascencio, a quien también conmovía el infortunio de aquellos hombres y mujeres de piel cobriza, siempre simpatizó con los “abajeños”, como se apodaba a quienes provenían del Río de la Plata. Había conocido a varios de ellos en Chuquisaca: Moreno, Monteagudo, Castelli, Paso, Rodríguez Peña, y otros que eran estudiantes en la universidad San Francisco Xavier. Compartían con ellos agitadas reuniones en fondas ruidosas donde se hablaba de las arbitrariedades de la dominación hispánica y se susurraban anhelos libertarios.
Las propiedades de los Padilla fueron confiscadas por su compromiso con la insurrección altoperuana de 1809, como así también todos sus animales y el grano cosechado. Doña Juana, enfervorizada, recorre las tierras de Tarabuco convocando voluntarios para unirse a la lucha por la independencia y por la libertad. Su presencia en los “ayllus” era tan imponente, encabritada sobre su potro entero y apenas domado, haciendo entrechocar su sable contra la montura de plata potosina, enfundada en una chaquetilla militar que lucía con garbo, tan absolutamente convencida de aquello que también convencía a Manuel Ascencio, que llegó a reunir a 10.000 campesinos criollos y originarios dispuestos a luchar por lo que les correspondía y no se les daba, en una verdadera revolución social.
–Es la Pachamama –susurraban ilusionados de que si la seguían les sucederían cosas buenas.
Pero la definitiva derrota de Ayohúma no sólo significará la retirada de los ejércitos rioplatenses en los que ellos habían depositado tanta esperanza, sino que también implicará la convicción definitiva de que de allí en más los caudillos altoperuanos deberían arreglárselas por sí mismos en absoluta inferioridad de condiciones. Esta guerra, llamada “Guerra de las Republiquetas”, se inicia con 105 jefes guerrilleros que al fin de la guerra se han reducido a apenas 9.
El general realista Goyeneche, convencido de no poder con los Padilla por medio de las armas, intenta el soborno. Ambos redactan una ejemplar nota de respuesta: “Con mis armas haré que dejen el intento, convirtiéndolos en cenizas, y que sobre la propuesta de dinero y otros intereses sólo deben hacerse a los infames que pelean por su esclavitud, no a los que defienden su dulce libertad como yo lo hago a sangre y fuego “.
El acoso enemigo es tal que los Padilla se ven obligados a tomar distintas direcciones, quedando ella escondida con sus hijos en los pantanos del valle de Segura, de agua verdosa e infestados de insectos y de alimañas. Allí mueren de paludismo sus cuatro pequeños hijos. A partir de ese momento la guerra se transformó para Juana y Manuel Ascencio en despiadada, brutal. Su motivación era ya no sólo librar a su patria del opresor extranjero, sino que de entonces en más se trató también, y quizás más que nada, de vengar la muerte de sus amadísimos hijos.
Tanto fue el daño infringido al enemigo que Juana recibe la designación de Teniente Coronel “en justa compensación de los heroicos sacrificios con que esta virtuosa americana se presta a las rudas fatigas de la guerra en obsequio de la libertad de la Patria”. Firmaba el Director Supremo Pueyrredón y se lo alcanza Manuel Belgrano. La Presidenta Cristina Fernández de Kirchner, a su vez, la ascenderá a Generala.
Es a esta extraordinaria heroína, símbolo de la participación de la mujer y de los pueblos originarios en jornadas fundamentales de nuestra historia, a la que se ha expulsado de su lugar de visibilidad para devolverla a la postergación a que siempre fue condenada. También en vida. Juana Azurduy murió en su Chuquisaca natal, ya bautizada Sucre, a los 82 años, olvidada y en la miseria, como no podía ser de otra manera, un 25 de Mayo. Fue enterrada en una fosa común y sus restos sólo fueron acompañados por Indalecio Sandi, un indiecito de luces menguadas que fue su compañía en los días postreros, como un involuntario reconocimiento de los humildes postergados junto a quienes luchó contra los poderosos, cuyos descendientes hoy volvieron a apostar, insolente e inútilmente, al olvido.
(Por Pacho O’Donnell) Historiador
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