“NO SABER QUE HACER CON UNO ES ESTAR MUERTO”

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Buenos Aires Sos.- (Por Guillermo Denis).- La valentía no era su fuerte. Lo asumía con pasmosa tranquilidad, al igual que su devoción por caminar Buenos Aires. Desde chico se imaginaba como un “hombre con rueditas”, así se dibujaba en los tradicionales cuadernos “Laprida”, y en las cartulinas blancas que traía, puntualmente ,todos los viernes su padre.

 

Treinta años de vendedor experto de camisas «Rigar’s», despedido en los 90´, y devenido en puestero de flores frente al Cementerio de la Chacarita; Raúl sabía –íntimamente- que su vida estaría lacrada, encapsulada con un formato que el devenir y él se pusieron de acuerdo en que así sea.

Sesenta años, su padre mozo de «Las Cuartetas», fallecido; madre trabajadora de madre, embutida entre cuatro paredes hasta que la muerte, fulminante, dejó a los dos hombres solos con ellos mismos, por dos décadas. Las palabras decían ausente, el silencio era el sino de la relación.

Adriana fue la única mujer en su andar. En el andar de Raúl. Los dos, jóvenes de 20 años. Él virgen. Ella con la experiencia hecha de calles rumiantes y necesidades de sobrevivencia.

El Hotel de Larrea y Mansilla dejó huellas para siempre, en ambos.

Para Raúl, porque el sexo de una mujer lo devoró, lo llevó como único sentir de una emoción toda su vida. Para ella, porque nunca sintió gemir a un hombre como esa noche, de un otoño ocre porteño.

Ni el mejor o más inspirado de sus clientes subió al cielo de Eros como él.

Y  caminaba. Caminaba. Salía del trabajo y encaraba Corrientes apuntando hacia su final en Lacroze, cruzaba en zig-zag las veredas, rodeaba las manzanas, cambiaba siempre el orden de las calles para ir a su casa en Villa Crespo. Llegaba, regaba las flores, colocaba milimétricamente cada adorno de su difunta madre, se cocinaba e ingresaba a la cama con un suspiro de haber concluido sus tareas.

Gris, opaco, muerto rodando y silencioso, Raúl era un hombrecito gris más de la ciudad.

Paradojas: su sección de ventas en «Rigar´s «eran las tradicionales camisas floreadas (A lo Cacho Castaña), ahora las flores no estaban en telas, eran naturalezas muertas que irían a parar a las casas-làpidas de los difuntos.

Así el tiempo le devoraba el tiempo. La carne envejecía, y su mente comenzaba a procesar una letal determinación.

Sabía, muy en sus entrañas, que la Vida no fue su mejor ficha.

Se decía sistemáticamente:» No saber que hacer con uno es estar muerto».

La estación Dorrego fue la opción.

Adriana fue su último pensamiento.

El subte no se detuvo. La vida tampoco.

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