LUNA DE TANGO
— 1 agosto, 2011 0 69Buenos Aires SOS.- 1 de agosto de 2011.- (Por Piru Gabetta).- Como la mayoría de los jóvenes yo iba a bailar los géneros de moda siempre detrás de una mujer desconocida, el juego amoroso, la búsqueda de alguna reafirmación personal, la dulce carne al fin. Era algo embriagador desde el arranque, en los preparativos frente al espejo, cuando una sensación única que no he vuelto vivir inundaba todo el cuerpo.
El mundo y las estrellas estaban al alcance de la mano junto a la seguridad de que esa noche íbamos a vivir algo extraordinario. La de los Viernes era especial. Se vestía de labios, copas y amigos con los que muchas veces una cena hasta el amanecer nos hacía olvidar nuestra falta de suerte; conviene no traicionarse y también recordar la melancolía y un cierto vacío que supieron acompañarnos en la soledad del regreso a casa.
Pero desde muy temprano supe que a los que bailaban tango les pasaba algo distinto. Toda esa gente estaba allí por otra cosa, y entonces me dediqué a contemplarlos. Como antes, puedo pasar horas sentado en el borde de la pista y mirarlos, sólo mirarlos, con el mismo éxtasis que me produce la sensualidad del mar cuando se anuncia y acerca, lame, recorre, se encima, se retira, toma aliento, regresa y penetra el fondo de la arena una y otra vez para enseñarnos que el amor está en todas partes, no da tregua y es eterno.
Los bailarines de tango también van de levante, claro, pero hay algo superior que los congrega y relega esto a otro plano. Un rito pagano que envuelve con piedad y palabras mínimas a esas criaturas que se abrazan. Están allí por algo superior y van a descifrarlo. Intentan traspasar el umbral que los lleva a sumergirse en un punto celeste, durante apenas minutos de ensoñación junto al cuerpo que ayudará a encontrarlo. No es en la humanidad de la pareja ni en la destreza de sus pies ni en sus brazos donde se encuentra la parada que lleva a ese territorio.
Es en el misterio, que bendice a unos y desdeña a otros. En la milonga, el arte y el amor desenvainan su espada de notas cada noche, espantando a tontos, cajetillas y presumidos. Despeja la pista para hacer lugar al sueño de esa muchacha que vino de lejos y tomó dos bondis, tratando de olvidar esa noche la aspereza laboral que denuncian sus manos. Mece al veterano viudo al que ninguna mujer logrará sellarle la herida, pero que con los ojos cerrados baila, baila y baila, entregado en cuerpo y alma al viento de una melodía que arde y lo cobija en un presente vallado a los recuerdos.
En esa cita silenciosa, concentrados en lo suyo los buenos bailarines precisan poco espacio. La tribuna no cuenta; sólo esa mujer que es una pregunta muda a la que habrá que conducir hasta la cúpula, sin pretender ser el mejor, ni el más diestro ni siquiera el más pintón porque apenas se han mirado, sino aquél que pueda llevarla hasta allí, tan sólo. El centro de la pista es un refugio donde al esconderse la luna, el baile habilita alguna dulce confesión, musitada al oído.
Aquella noche esa mujer pasó delante mío rumbo a una mesa cercana. Caminaba con un paso de otro mundo y me regaló una mirada serena y fugaz que derrotó la mía, torpe y delatora. Salió a bailar y la vi moverse dócil y embriagada por la melodía, pero serena y erguida como un mimbre en los brazos del desconocido. Esa noche supe que haría una locura. A través de unos hombros que no eran los míos volvió a mirarme desde la pista. Regresó a su mesa y se despidió distante de su ocasional pareja. Dejé pasar dos temas y de pronto sentí que alguien que no era yo la invitaba a salir, con la ligera y acostumbrada pregunta que hizo mi cabeza al inclinarse. Me dijo que sí y ese otro me llevó hasta ella envuelto en terror y transpiración. La acerqué a mi cuerpo y un temporal de miedo y excitación me inmovilizó unos segundos eternos, iguales a los que se conceden concentrados y con las manos tomadas los buenos bailarines, a la espera de un compás luminoso que les abra las compuertas del cielo para comenzar.
-No sé bailar -confesé entregado en su oído con desesperación.
-Lo sé -musitó con serenidad. «Vamos hacia el medio».
Esa mujer supo en un segundo descifrar la tensión de mi cuerpo y entendió que conmigo jamás alcanzaría cúpula o catedral alguna. Madre y pantera, con piedad pero sin dejar de apretar su cuerpo con el mío, me fue llevando a las sombras protectoras del centro de la pista, para fundirnos con otras siluetas distraídas en sueños distantes del mío, azul, sublime, el de tenerla un tango entre mis brazos con mis ojos cerrados, extraviado en la neblina de su pelo, estrellado contra su vientre, balbuceando mis peores pasos.
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