EL FEO
— 22 septiembre, 2009 0 10Buenos Aires Sos.- Junio 2009.- (Por Ana Larravide).- Iba por la calle Serrano hoy, a una cuadra de la placita Cortázar (tienen que ir por allí cuando vengan a Buenos Aires porque es un barrio encantador, con muchas casas bajas convertidas en tiendas, cafecitos, veredas arboladas) y en la esquina de una librería-disquería, sonaba la voz de Edmundo Rivero.
Entré a escucharlo un poco más, mirando libros, y terminé por comprar el CD. Trae Araca la cana, La mariposa, Tú, Cafetín de Buenos Aires y otros de los años 50. «Lo compra justo hoy que hace veinte años que murió el maestro» me dijo el de la disquería. Y pensé que entonces hacía ya tantos años que lo entrevisté a Rivero (mi primera entrevista al venir a vivir a Buenos Aires) una noche antes de que empezara su espectáculo. El Viejo Almacén está en la esquina de Independencia y Balcarce, reducido a la mitad desde que se ensanchó Independencia. Tampoco era muy grande cuando entré aquella noche. Los mozos se aconsejaban unos a otros números para jugar a la quiniela. Rivero me recibió en una oficinita, arriba, donde casi parecía no entrar, con su cara de totem y sus manos inmensas. Qué hombre tan parco. Yo me había imaginado una charla llena de anécdotas, fluida, pero nada: había que sonsacarle las frases de a una. Y ninguna tenía más de seis palabras. Cuando mencionó un viaje a Japón ¡qué alivio! pensé que por fin hablaría de corrido cinco minutos:
– ¿Y cómo fue, ese viaje a Japón? – pregunté, feliz.
– Me contrataron y fui a Japón.
Punto. Como si lo hubieran contratado en San Antonio de Areco. Qué desesperación. Pero, aunque no se extendió sobre Japón, dijo otras cosas, muy lindas, como que había que entrenar la voz todos los días (el nunca salía a escena sin vocalizar antes; nunca). Y que las chicas que se presentaban allí para que él juzgara su voz siempre iban con la madre o con un novio, que las ponderaba. «¿Vió que color de voz, qué fraseo?».
Me acuerdo de sus ademanes elegantes, que quedaban torpes por su tamaño de king kong pero mantenían como una gracia interna a pesar de todo. Un caballero.
Cuando concluimos la nota me dijo si quería quedarme al espectáculo, y me quedé al comienzo.
– ¿Que le gustaría que cante?
– El último organito.
– ¡Pero cómo no!
Y al poco rato, en la media luz del Viejo Almacén rodaban las ruedas embarradas… Y fumó el ciego, sentado en el umbral. Me despedí casi enseguida. Me acompañó a la puerta (una puerta chiquita, sobre Independencia, donde nos dimos la mano y las buenas noches. Era como la una de la mañana. Por entonces yo vivía a dos cuadras de allí, en Paseo Colón y Carlos Calvo así que ¿cómo iba a irme, si no caminando? Tranco, tranco por Paseo Colón, sólo se sentía el ruidito de mis botas sobre la vereda. Se acercó un taxi al cordón y el chofer me preguntó si quería tomar un café. No, no, gracias, recién termino de trabajar. ¡Por eso mismo! aprobó el del taxi. En fin, que fui escoltada las dos cuadras por un auto amarillo y negro a paso de hombre. Nos despedimos, amiguísimos ya, en el 1019 de Paseo Colón, una puerta de blindex iluminada. Al entrar en el ascensor sentí el zumbido y el clic final del grabador al apagarse. Lo había traído prendido por querer guardar hasta las últimas palabras de Rivero. Al entrar en casa pude hacer ostentación del único cargue grabado de mi historia. (Fuente Brecha)
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