DANTAS Y GRANVILLE
— 24 enero, 2011 0 97Buenos Aires SOS.- 24 de enero de 2011.- (Por Rubén Derlis).- Por la mañana, al despertar, la primera imagen que acudió a mi mente fue una visión de la calle Julio Dantas que se proyectó nítida; así la recordaba y seguramente ya no lo era. Me llegaba congelada, como la habia visto treinta años antes, cuando por azar llegué a sus veredas angostas y elevadas, en franco vagabundeo de búsqueda y posible encuentro de lugares inéditos para mis retinas -tan angurrientas de ciudad, entonces como ahora- que poseyeran personalidad, a la vez que cierto carácter intimista, necesarios para el audiovisual que estábamos realizando. Dantas me los brindó con creces. Hoy deploro no conservar ni tan siquiera una de aquellas diapositivas, espejos de instantáneas de otra Buenos Aires sólo allí reflejadas.
Por eso en esta mañana de abril de otoño apenas detectado en un incipiente desprendimiento de amarillos trémulos, y una insólita temperatura de verano insistente, parto al encuentro de ese paisaje urbano guardado en el almario, especie de álbum del espíritu de hojas no removibles, llevado por la imagen con que inicié mi despertar, necesitado de confrontar la nitidez de ese momento captado con intensidad, fijado en la evocación, contra lo mucho o poco que pudo amarillearlo el tiempo en el decurso de tres décadas.
Sé de antiguo que estos viajes debo emprenderlo solo, porque los descubrimientos -volátiles instantes de ciudad, o densos fragmentos porteñeros- sucederán tanto hacia afuera como hacia adentro. Y no puede haber diálogo con nadie; apenas si el monólogo interior me es permitido en estos trances. Es el precio a pagar por la revelación. El oido atento a los ruidos, rumores y murmullos desconocidos, particulares de cada barrio y con los que interpreta su propia música; los ojos receptivos a las vibraciones de color con los que construye su fisonomía, y atentos al movimiento de sus gentes, o a la contemplación del ritmo que ellas le imponen a sus sucesos, con los cuales se identifican. El corazón gozoso de su sístole-diástole como si recién aprendiera a vivir, convertidos sus ríos de sangre en calientes pétalos sensitivos. La emoción como única compañía, es decir, la poesía en estado puro.
La Filcar al igual que tantas veces, será la brújula que fijará el derrotero y me facilitará los datos de las imprescindibles anotaciones. Una especie de cuaderno de bitácora urbana.
Tomé el ómnibus 133 en Cabildo y Juana Azurduy y descendí en Nazca y Elpidio González -que alguna vez se llamó Indio-; desde aquí inicié la peregrinación rumbo a mi destino. La Calandria, Crainqueville, Chimborazo, Lapacho, Agente Ceferino García, Domingo Débico, calles de una o dos cuadras, estrechas, mínimas, de manzanas rectangulares, que desconocían mi andar, iban quedando atrás. Superada Helguera, otra sucesión de rectángulos similares y perpendiculares a aquéllos, pero sin cortarlos: La Comuna, El Litoral, El Delta, El Ñandú -muy similares entre sí en su impronta edilicia-, me llevó hacia el final del camino.
Cuando entré a Julio Dantas me invadió la sensación de encontrarme con un desconocido con el que sólo habia cruzado un rápido e impersonal saludo alguna vez, pero cuyo recuerdo no se había borrado. De alguna manera sabía que también me recordaba; por eso al contestar a mi saludo, ahora, después de una larga e insensible espera para él, ya que su tiempo no había transcurrido, me entregaba treinta años de cenizas que me pertenecían; les llenaban ambas manos en cuenco, y me las extendía.
Julio Dantas aún mantiene sus estrechas vereditas elevadas; sos escasas las nuevas construcciones; a lo sumo, algunas fachadas muestran ligeras modificaciones. Una larga empalizada en uno de los frentes nos deja con la sospecha de una futura construcción; por ahora sólo parece proteger una propiedad deshabitada, casi en ruinas. La angosta calle sigue iluminándose con faroles de pie, no muy altos, y en los que supongo que las redondas opalinas no deben ser las originales, sino de época más reciente. En mi recuerdo -para nada confiable en este caso- los hacía de líneas más clásicas. Puede que no haya sido así; la memoria juega también con sus fantasías.
A medida que caminamos por esta callecita, la calma y la tranquilidad despliegan alfombras de sosiego para que la paz se deslice, blanda, sobre ellas. Los ruidos han quedado lejos, son patrimonio de otras calles y otras maneras de la cotidianidad. El silencio tiene un vibrato tenue no más alto que la armonía de una emoción esperada; es un silencio privado, inherente a sus vecinos, que lo prestan por un momento a los circunstanciales transeúntes, quienes deben devolverlo, sin ajaduras, no bien se dispongan a abandonar su embaldosado o doblen en la esquina; en cuanto salven el último escalón por el que se accedió a sus veredas, el hechizo de una paz prestada se esfumará. Porque este recogimiento es propio de aquí, de su íntimo aire; le pertenece a esta calle, es su estilo, su encumbramiento. Me atrevo a llamarlo el silencio de Dantas; barrera invisible de palpable calma contra los estrépitos sónicos de la ciudad que la circunda.
El tramo que va desde Campana a Llavallol, donde finaliza, se mimetiza entre las tantas calles que la rodean: veredas a igual nivel y tránsito parejo a la de cualquier arteria. La magia de Dantas espera enfrente; el silencio tampoco se atrevió a cruzar.
En la parte media de su tramo -que va de Cuenca a Campana-, me sale al cruce sorpresivamente Guillermo Enrique Granville, una callecita que sugiere, por su marco de sesgo romántico, un idilio estudiantil e inconcluso de los años 40. Peatonal, adornada con largos canteros donde los verdes rivalizan en tonalidades yuxtapuestas que habrian colmado la paleta de Mauricio Utrillo, es dueña de una escenografía ideal para adioses de adolescencia, o reencuentros de amor eterno de película con final feliz. Calleja intensa con misterio de pasaje, es un patio interior volcado hacia afuera. Si toda la ciudad fuese una enorme casa, Granville sería el largo corredor para acceder a ella.
Álvarez Jonte detiene a Adolfo P. Carranza en un ángulo donde la sorprende Cuenca, que la decapita, en tanto a Jonte aún le queda larga vida. En ese vértice de frente semicircular estaba el café «El Vencedor», de antigua data y reputación en la zona, hasta que sufrió la derrota del tiempo. Ahora se llama «El Cazador»; si bien su interior no posee características definidas para enmarcarlo dentro de un estilo, tiene sobriedad y no carece de buen gusto. En una de sus mesas, alejado de los parroquianos, concluyo estas palabras que me dovolverán al presente.
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