CONTRA EL IMPERIO DE LA VISIÓN

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Buenos Aires Sos.- Noviembre 2009.- (Por María Daniela Yaccar).-  En una era signada por la imagen, el teatro ciego se erige como una propuesta interesante para el público: las obras no se ven, se olfatean, se oyen e incluso se tocan. El resto es imaginación. ¿Cuáles son las particularidades de este tipo de teatro que además se postula como herramienta de inclusión social para no videntes?, se preguntó Agencia NAN. Y le echó un sentido vistazo.

 

En el teatro convencional, el apagón es el breve instante en el que las luces se extinguen, los actores se preparan para dar comienzo a la obra y el espectador es introducido en ese estado de ensueño necesario para llegar a la catarsis. En el teatro ciego, en cambio, el apagón es inexistente. O bien se extiende durante todo el espectáculo: lo único que está al alcance de la pirámide visual de quien lo presencia es la oscuridad total. A través de la estimulación constante del resto de los sentidos, la propuesta escénica se resume en “sentir la obra” y llevar adelante un asombroso viaje, con la imaginación como único equipaje infaltable.

El viaje comienza en las puertas del Centro Argentino de Teatro Ciego, donde hace más de un año el Grupo Ojcuro presenta La isla desierta, un clásico de Roberto Arlt, de manera no convencional. Minutos antes de dar sala, uno de los integrantes de la compañía solicita al público “tomarse de los hombros” para ingresar a un espacio que, de entrada, está totalmente a oscuras. Y, por las dudas, previene de posibles ataques de pánico: “Los momentos previos al inicio de la obra pueden ser realmente traumáticos”. Desde el comienzo del espectáculo se comprende que los sonidos y los olores son los protagonistas indiscutidos: ruidos de máquinas de escribir resonando con violencia por toda la sala y un fuerte y delicioso aroma a café anticipan que la historia tratará del hastío de un grupo de personas en la vida de oficina. Frente a la opresión y los anhelos de algo distinto, Cipriano, uno de los personajes, narrará sus peripecias alrededor del mundo como capitán de un barco sin rumbo fijo, transmitiendo un halo de esperanza con su relato.

El único antecedente de teatro ciego conocido en la Argentina es la obra cordobesa Caramelo de limón, que surgió en 1991 de la mano de Ricardo Sued. Cuando el espectáculo llega a Buenos Aires en 1994, Gerardo Bentatti, productor general de La isla desierta, se suma al elenco. Un año más tarde decide lanzarse a una búsqueda que culminará en 2001, cuando se une al actual director de la obra, José Menchaca, y queda constituido el grupo Ojcuro, que incluye actores ciegos miembros del grupo de teatro leído de la Biblioteca Argentina para Ciegos. La obra ya lleva ocho años en cartel y antes de que Bentatti fundara el Centro Argentino de Teatro Ciego, en julio del año pasado, pasó por la Fundación Konex y el Teatro Anfitrión. “La idea de trabajar con el texto de Arlt la propuso Menchaca y enseguida estuve de acuerdo, me pareció que iba a ser un éxito. Además se adaptaba a los efectos de sonido que yo había creado. Desde entonces, va in crescendo”, cuenta a Agencia NAN Bentatti, sobre los orígenes del proyecto.

Además de cumplir con su cometido de transformarse en un espacio destinado a una propuesta innovadora, el Centro se convirtió en una fuente de trabajo para no videntes y disminuidos visuales. Allí, los ciegos encuentran un lugar en donde desempeñarse como actores u operadores de sonido de los distintos espectáculos que se ofrecen (todos a oscuras), y además pueden asistir gratuitamente a escuelas, cursos y talleres de coro, tango y educación vocal, entre otras disciplinas. Marcelo Gianmarco, miembro de la compañía, reseña su propia experiencia: “Cuando comencé con la obra, fue una explosión. Me di cuenta de que además de trabajar me podía divertir”.

Para ellos, actuar implica una trasposición del poder. “En la calle, es la gente la que nos cruza de vereda. En cambio, en este caso somos los que manejamos la situación”, afirma Juan Mansilla, otro integrante del elenco. Lo cierto es que ejercen ese poder de una manera gratificante: dándole a entender al espectador la importancia de los otros sentidos en una sociedad en la que la imagen es un fetiche cultural.

Otra relación espectacular

Decir teatro ciego era caer en un oxímoron. Porque la relación espectacular siempre había implicado la interacción entre dos factores: una mirada y un cuerpo. O, más precisamente, una mirada que mira y un cuerpo mirado. En su teoría del espectáculo, el investigador en artes audiovisuales Jesús González Requena explicita claramente los elementos excluidos de esta relación: “¿Cuáles son los sentidos del sujeto interpelados en el espectáculo? Resulta fácil descartar tres de ellos: el gusto, el olfato y el tacto. Nadie habla de espectáculo cuando paladea un manjar, cuando huele un perfume o cuando acaricia un cuerpo”.

El teatro ciego no sólo se burla de estos preceptos, sino que hace de la incorporación de los otros sentidos su propia esencia. “En su vida cotidiana, la gente prioriza la vista. Durante la obra se ve obligada a estar más atenta a otras incitaciones sensoriales”, explica Mansilla. Durante aproximadamente una hora y media, el espectador es estimulado de manera constante con aromas y sonidos representativos de los diferentes lugares por donde anduvo Cipriano.

De esto último se desprende otra diferencia entre el teatro tradicional y el teatro ciego: mientras el primero pone en juego una relación de distancia y hasta de extrañamiento entre lo representado y el público, el segundo apela “a una relación de proximidad”, tal como la califica Bentatti. La invitación a la intimidad llega a su extremo cuando el teatro ciego incluye el tacto: en alguna oportunidad y tomado por sorpresa, el espectador es “acariciado” por el personaje. Y para que quede claro su enojo o indignación ante una situación, el actor puede darle un susto repentino con un grito en la cara.

El espectador y el actor, a oscuras

Al plantear esta redefinición de los términos de la relación espectacular, el teatro ciego modifica claramente la experiencia del espectador. “La oscuridad tiene mucha potencia, arrastra a lo primitivo, que es el miedo del niño a la oscuridad”, reflexiona Bentatti. Según Gianmarco, antes del comienzo del show “la gente no sabe bien qué hacer. Todos parecen niños, de repente. Se hablan entre ellos y gritan. Quizás, si los estuvieran mirando, eso no sucedería”. Ese “estado de indefensión” tiene su correlato en “una mayor entrega por parte del público”, asegura Bentatti. Un público que, sin condiciones, le entrega todo el poder a un Otro que de repente le grita en la cara o le toca la falda. “Implica una cuestión de fe. La gente confía en que no le vamos a hacer nada”, subraya.

Dentro del dispositivo sugerido por el teatro ciego, la imaginación del espectador desempeña un rol crucial. “Es un viaje”, define Eduardo Maceda, también actor de La isla desierta. Y continúa: “Exige un trabajo de la mente. Si uno habla con toda la gente que asistió a una función, probablemente note que lo que cada uno se lleva en la cabeza es una obra distinta”.

En plena oscuridad, el trabajo del actor también es diferente. “Requiere de un mayor entrenamiento, porque se basa en la disociación”, explica Benatti. Esto es: mientras la voz está en algo, el cuerpo está en otra cosa (por ejemplo, preparando un efecto de sonido). Aunque se trata de una técnica que exige “un alto grado de concentración”, también “es más relajada porque el actor no tiene por qué estar en escena. De pronto puede irse a la cocina a tomarse un vaso de agua o recostarse en el piso”.

Con todo, no es difícil dilucidar la principal dificultad de trabajar a oscuras: el desplazamiento alrededor de la sala. “La isla… es un tablero de ajedrez. Un error en el movimiento de uno de nosotros implica un error en la totalidad de la obra”, relaciona Bentatti. Para que eso no suceda, “está todo muy ensayado y memorizado”. Y hay una premisa fundamental: “Tener consciencia todo el tiempo de que no se está solo”.

Finalmente, ¿qué le sucede a ese cuerpo que está en el centro de la escena pero sin ser mirado? “El teatro a oscuras implica un abandono del narcisismo –opina Bentatti–. Yo les tengo miedo a los actores porque son peligrosos: lo único que buscan es fama”. En la misma línea, Gianmarco sostiene que “nadie quiere ser anónimo, por eso es que el teatro a ciegas no es tomado en serio. No se le da el valor que tiene”.

Algo parecido a la magia

La isla… es como un truco de magia. La gente se va con esa sensación”, sintetiza Mansilla. Y algo de eso sucede porque, al final de la función, la gente se agolpa en el hall central para preguntar porqués y cómos. Un desconcierto que jamás será saciado porque la realidad es que los integrantes del elenco actúan como verdaderos prestidigitadores: guardan todos los secretos bajo llave. “La magia es una premisa fundamental del espectáculo”, remarca Bentatti, para quien el dispositivo del teatro ciego tiene “una pata en lo cinematográfico” por tratarse de “una emulación de la realidad”.

Son los olores y los sonidos los ingredientes fundamentales para esta emulación. Respecto de los perfumantes, capaces de colmar el espacio con el más representativo aroma oriental o con un inolvidable olor a puerto, no se conoce siquiera el nombre de su fabricante. Y sobre los efectos especiales sonoros, se sabe que el creador es Bentatti, aunque se desconoce su funcionamiento. Es cierto que ambos elementos comportan un alto grado de realismo, que se interrumpe de manera abrupta cuando termina el espectáculo: es un momento chocante. Sucede que, cuando se encienden las luces, “la gente se da cuenta de que no hay tal bote ni agua ni máquinas de escribir”.

No hay nada. Sí muchas preguntas. Sí la reaparición de una pulsión escópica que, anulada durante una hora y media y ahora en estado de ansiedad, incitará a la vista a recorrer el lugar en busca de respuestas que no va a encontrar porque, tal vez ni la sala sea como la imaginación la diseñó. Lo que queda, simplemente, es un grupo de actores saludando, que trae al espectador de vuelta (y de prepo) a la realidad y que anuncian el fin de un estado que bordea la alucinación y el sueño.

* La isla desierta se presenta todos los viernes y sábados a las 21 y a las 23 en el Centro Argentino de Teatro Ciego (Zelaya 3006).

Sitio web: http://teatrociego.org/

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