Cementerio de la Recoleta: historias mínimas
— 12 noviembre, 2018 0 283
(Por Flavio Rodríguez) Había hasta hace unos pocos años atrás en el Cementerio de la Recoleta, un guía muy particular. No me pregunten como se llamaba porque el hombre ya falleció y fue a dar con sus huesos a Chacarita, pero vamos a llamarlo por el apodo que utilizaba: “El Profesor”.
Era este un “guía” muy particular, que si bien no dependía de la administración de la Ciudad y ni siquiera de la del cementerio, era tolerado por obra y gracia de las décadas caminadas por los angostos pasillos de la elegante necrópolis.
“El Profesor” era en realidad un indigente que, una vez que el Cementerio cerraba sus puertas para dar paso a la hora de los muertos, él mismo pasaba sus noches dormitando sobre los bancos de la Plaza Alvear (o mal llamada Plaza Francia). Se dijo que había tenido una esposa que lo abandonó, y un hijo que nunca lo quiso. Se comentó (tal vez con malicia, no lo sé) que había estado preso en Devoto por varios años, quien sabe por qué situaciones que a veces tocan en la vida. Se aseguró (y por lo menos esto fué cierto) que tomaba más alcohol que agua, o cualquier otra bebida.
El tema es que una persona que en cualquier otra situación hubiera sido objeto de compasión, esta compasión no era aplicable al “Profesor”. Malhumorado, engreído, dueño de una única verdad (la suya), y manejándose siempre con tonos de voz elevados (cuando no a los gritos), era la pesadilla de muchos, propios y ajenos.
Para la época que lo conocí (unos 30 años atrás), lo hice no en los vericuetos de la Recoleta sino en la Biblioteca del Congreso, en unos tiempos en que la misma estaba abierta las 24 hs, a la medianoche te servían un café con un par de panes y tipo 6 am un café con leche con una o dos medialunas de manteca, dependía de lo que le hubiera sobrado a la Confiteria El Molino (si Buenos Aires no era fantástica…qué era?). Se la pasaba discutiendo a viva voz con los empleados que en el recinto de lectura no le permitían……fumar.
Estos antecedentes no fueron óbice para que se desempeñara como guía informal del cementerio, que participara incluso en videos oficiales del cementerio o que siempre a los gritos guiara visitantes en el cementerio, la mayoria de los cuales suponían una visita gratuita y al final se encontraban teniendo que oblar por un servicio inesperado. Ese era el manejo, en líneas generales.
Tenía este personaje un latiguillo: “hay que ser siempre muy preciso con la Historia, como lo soy yo”. Y lo repetía hasta el hartazgo, casi bóveda por medio, de una forma vistosa, estentórea y pedante. Nadie podía saber más y mejor que “El Profesor”.
Cierta tarde de sábado, tuvo su dia de gloria. Aunque efímera, se verá.
Pudo juntar un grupo de una doce o trece personas. Yo (cuando no) andaba dando un par de vueltas por ahí, esta vez acompañado por un amigo (les pido me exceptúen de dar su nombre, aunque hoy todo un señor muy prestigioso y adorado por sus lectores), el cual me había pedido lo llevara a visitar unas tumbas católicas inglesas que andaban por allí perdidas, toda una extrañeza.
Decidimos de repente y sin pestañear, aunque (eso si) no muy convencidos, meternos dentro de ese grupo guiado por el inefable “Profesor”. Es que habíamos visto algo que nos había llamado, en forma automática, poderosamente la atención.
Iba el “Profesor” caminando envalentonado casi en el éxtasis de su “popularidad”, recitando a cada paso su estudiado latiguillo “hay que ser siempre muy preciso con la Historia, como lo soy yo”. Si siempre lo empleaba con una frecuencia de bóveda de por medio, esta vez era utilizado bóveda tras bóveda y tras bóveda. Casi hasta el cansancio.
El grupo de personas ya estaba entre inquieto y molesto. Pero nada cambiaba.
En algún momento “El Profesor” (ya envanecido), dice: “Y aquí se encuentran la bóveda y el monumento a la gloria de Domingo Faustino Sarmiento” y bla bla blá. Y el consabido “hay que ser siempre muy preciso con la Historia, como lo soy yo”.
El ánimo del grupo se presumía un poco caldeado.
Al finalizar la inolvidable guiada en el Mausoleo Alvear, justo frente al pórtico de ingreso, “El profesor” que afirma: “Y, como bien sabemos, se encuentran aquí también los gloriosos restos del General Carlos Maria de Alvear” y bla bla bla blá. Y por supuesto, el gran evento fue cerrado (por fin) con la frase que ya a esta altura había taladrado los sesos: “hay que ser siempre muy preciso con la Historia, como lo soy yo”.
Aunque esta vez, desde el grupo, un viejito con gorro visera y una gran bufanda alzó un poco la voz (solo muy poquito) y le dijo: “Está bien, buen hombre, pero si tenemos que ser taaaan precisos con la Historia, digamos que ni Alvear se llamó nunca María, y ni siquiera Sarmiento se llamó jamás Domingo…..”.
“El Profesor” cobró sus honorarios a la gorra y, junto a mi amigo, fuimos testigos de un momento único que debería ser rescatado alguna vez por lo inolvidable y lo bizarro.
“El Profesor” se acercó al viejito y (taimado) le susurró por lo bajo: “Mire amigo, trate de no discutirme las cosas de la Historia frente al público porque yo he estudiado mucho en mi vida. Soy profesor de Historia, así que la próxima vez que quiera debatir algo conmigo primero se recibe de algo y recién después me pide una cita……”.
El viejito miró al “Profesor” a los ojos y, por todo acto, bajó la visera de su gorro, se dio vuelta y se retiró lentamente. Lo singular es que bajo ese gorro y esa bufanda, mi amigo y yo podíamos ver como el abuelo se retiraba, si, pero matándose de la risa por lo bajo.
El comentario desubicado del “Profesor”, después de todo, le había generado una gracia incontenible al “Maestro” Félix Luna. (Fuente: Historias Mínimas)
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