Catarsis: cuando una rata invade tu casa y te convertís en un psicópata
— 14 mayo, 2019 0 34
(Por Sebastián Pandolfelli)(*) Hace poco más de una semana fumigaron el edificio de al lado. Hace meses que hay una obra al lado y otra adelante. La baranda apestosa hizo que todas las alimañas del universo del Abasto y sus alrededores decidieran venir a ranchar en el PH más cómodo de todos, el que tiene patio y es pulmón de manzana. Ergo, empezamos una nueva aventura. Escuché unos ruidos a la madrugada, dos o tres noches seguidas y no le di mayor importancia. Podía ser cualquier cosa. Hasta que una madrugada, de camino al baño, la vi. Suave, peluda, como Platero, pero con colita y asquerosa. La vi escapar desde la cocina hacia el patio. Y me agarró el ataque. Es chiquita, no es una rata, es una laucha. La bauticé Horacia Larrata y necesito que se vaya.
Puse unos cebos por toda la casa, pero no surtieron efecto, se me caga de risa. Puse triguito con veneno, mezclado con harina y yeso. Tampoco lo tocó. Tuvimos un segundo encuentro, la quise pisar o patear, pero volvió a escaparse. Después de eso entramos en la típica paranoia de “uh éstos bichos de mierda tienen pestes y esas cosas, hay que limpiar todo”. O sea: LIMPIAR TODO. Dimos vuelta el rancho, literalmente. Pasé lavandina hasta en las macetas. Pasaron unos días y no hubo novedades. ¡Se fue! Eso, pensamos… ¡La chota! ¡Ésssta se fue! Sólo había estado más silenciosa.
Empecé a buscar de nuevo y encontré soretitos de esos que parecen arroz negro. Otra vez y más que antes: limpieza completa. Me rompí la espalda tratando de correr una mesada. Tengo una contractura de la reconcha de su madre. El ibuprofeno no sirve.
Bueno, el sábado estaba tratando de terminar un trabajo que debía entregar. Estaba solo en casa. Silencio absoluto. Estaba concentrado, escribiendo, casi en trance. De repente una presencia en el cuarto. El recontra cagazo máximo de la vida misma. Mi yo negador, no asoció el ruido con el roedor hasta pasado un buen rato. El shock adrenalínico fue tal que agarré el palo del escobillón (palo es un eufemismo, ya que es un caño de lata de mierda) y empecé a pegar palazos a todo lo que tenía alrededor, sillones, muebles, el piso, haciendo ruido para ver si se asustaba y salía. Me puse muy nervioso. No conseguía bajar un cambio. Mandé mensajes de wasap a mi mujer y a algunos amigos: “Estoy en medio del living sentado en el piso con un palo, como un psicópata”. Jajaja y todo muy gracioso, pero yo estaba con los nervios de punta, posta. Al final, después de un buen rato, bajé un cambio. Pero esa noche de sábado no dormí un carajo, atento a cada puto sonidito en el ambiente.
El domingo continuamos las tareas de reacomodar cosas y tiramos no sé cuántas porquerías como poseídos por la chinita de Netflix y puse más cebo y triguito y vacié una botella de vinagre por todos los rincones (leí googleando que el vinagre las ahuyenta).
A la tarde me encontraba otra vez solo, tratando de terminar el texto que tenía que haber terminado el sábado. Y escucho sus pasitos cortando el silencio y la tranquilidad. “Esta vez te cago a palazos”. Sería nuestro tercer round. Logré identificar la zona de dónde provenía el ruidito. Unos rollos de papel de dibujo, arriba de una biblioteca, justo debajo de la escalera que da a mi habitación. Agarré otra vez el seudo palo del escobillón y pegué a diestra y siniestra. Cayeron unos royos al suelo, pero quedó uno en su lugar. ¡Ahí estaba la turra! ¡Ja! ¡Te agarré, la concha de tu madre! Me subí a un banquito y tuve la genial idea de meter el palo dentro del rollo para pincharla. ¿Se puede ser TAN pelotudo?
La pinché, pero chilló y salió corriendo a través del rollo ¡Y sobre el palo que yo tenía en la mano! ¡Se me vino encima! La vi de frente, toreando mientras movía los bigotitos, casi como si me fuera a dar un beso mientras me decía ¿Qué pechás, gato?
En un microsegundo de asco, terror absoluto, explosión multineuronal y shock de adrenalina solté un grito casi gutural, algo así como el Quiai de los karatecas, pero que sonó más grave y tipo “¡¡¡¡Woooohoooo!!!!” Al mismo tiempo en que ella venía hacia mí y solté el grito, salté eyectado hacia atrás como piloto de un avión en llamas, algo parecido a la escena de Matrix cuando los tipos esquivan las balas en cámara lenta. Volé de espaldas unos dos metros desde el banquito al suelo.
Durante el vuelo ella me rebotó en el pecho, rodó por el piso y huyó. No me rompí el huesito del culo de casualidad, pero me machuqué bastante la mano derecha y me duele la espalda como la misma mierda. La contractura sigue ahí, firme.
Bueno, ok, a mí no me ganás. Agarré el palo (caño) y en un ataque de furia incontrolable, empecé una vez más a pegar contra todo lo que hiciera mucho ruido. Busqué un ultrasonido ahuyenta ratas en youtube y lo puse pero me alteró más a mí que a ella. Me quedé esperando a que saliera de atrás de un mueble, palo en mano. Otra vez, como el sábado.
En un momento amagó a salir y pegué tanto contra el suelo, ciego de furia, que el palo/caño se partió al medio, un pedazo se cayó y lo agarré de nuevo.
Claro es un caño de lata… Lo agarré del lado roto, lo apreté, sentí el pinchazo, vi la sangre que brotaba de mi mano.
Me cago en mi pelotudez y en la puta laucha de mierda. El domingo a la noche volví a dormir como el orto, tratando de escuchar si se fue o anda entre los rincones.
To be continued…
(*) Escritor (autor de Diamante y Choripan social), músico y compositor
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